miércoles, 21 de agosto de 2013

El maestro (cuento)



De entre las llamas su cuerpo se levantó. Poco a poco y tambaleándose sus pasos le alejaron del círculo de fuego. Cuando estuvo a menos de un palmo de él, se dejó caer y el asombrado espectador se apresuró a evitar su caída sobre el suelo. Con la mayor suavidad que pudo le apoyó en una roca, sus heridas eran muy profundas y sangrantes, pero el herido no había perdido el conocimiento, y le miraba con una extraña expresión en su cara.
Cuando su boca se abrió para articular la primera palabra, la curtida voz del herido le cortó:
                -Calla, no digas nada…
Sus piernas temblaron cuando se incorporó, y poco a poco se fue irguiendo… pese a sus heridas, no había perdido ni un ápice de su noble y orgulloso aspecto. El valiente herido, giró la cabeza y le miró de nuevo, ¿quién sabe qué estaría pensando en ese momento?
Su cuerpo bailaba de un lado debido al cansancio, pero él seguía acercándose… su mano toco su hombro y de sus ojos verdes surgieron dos finas lágrimas, dos lágrimas que solo ese afortunado espectador pudo ver en todo el mundo… No pudo aguantarlo más y aun arriesgándose a hacerle daño, le abrazó.
                -Ahora te toca a ti ser el fuerte –dijo el herido con una sonrisa, y lágrimas aun en sus ojos.
                -No…
                -Llevas mi misma sangre, pero no olvides que eso jamás debe cuestionarte de hacer lo correcto. Lo harás bien, estoy seguro… tú nos superarás a todos.
                -No…
                -Hazlo a tu manera, y seguro que triunfarás en lo que te propongas.
De las llamas una negra figura surgió acompañada de un rugido. El herido se giró aun sonriendo, y sin dudarlo se adentró de nuevo en el círculo de fuego. No era el más inteligente, ni diestro en armas, ni siquiera resistente o fuerte, pero con una agilidad extrema la agarró con ambos brazos… las llamas se avivaron haciendo retroceder a todo humano cercano y convirtiendo en polvo negro todo lo a su paso.
Su metálica figura no podía representar toda su grandeza... y aunque el joven muchacho sentado en el banco lo sabía, siempre, cada mañana… dedicaba 5 minutos  a verla con sus ojos verdes. Solo 5 minutos bastaban antes de continuar. El alumno ahora era el maestro.

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