viernes, 25 de julio de 2014

Los idiotas que un día quisieron ser rey.



El banquete era espectacular. La gran cantidad de invitados reían mientras comían y bebían. Todo era perfecto, la orquesta tocaba, los niños jugaban, y lo mejor de todo, eran la envidia del reino. Tan absortos estaban en la celebración, que no prestaron atención a las trompetas, a esas horas pensarían que solo un noble de bajo rango podría llegar.
El silencio se fue extendiendo poco a poco por todo el salón. El sonido de sus botas en cada escalón retumbaba con un fuerte y sonoro eco.  Entre el silencio pudo distinguir diferentes susurros: “Pirata” “¿Qué hace aquí?” “Él renunció a sus derechos…” “Sus heridas…”  Siguió caminando, no le importaban ninguno de ellos, era verdad que aún no podía controlar el poder del rayo y que estaba lleno de heridas, pero sus ojos verdes siguieron fijos en la mesa principal.
                -Mi querido capitán… has venido… -dijo la señora del castillo cuando este se arrodilló ante ella, se notaba que le costaba sonreír, sus ojos mostraban pena y miedo, pero a la vez ternura y cariño.
                -Jamás te dejaría sola… encontraremos la forma de seguir adelante…
                -Sigues siendo un orgullo como…
                -Encárgate de disfrutar… -interrumpió el capitán.
Poco a poco  el festín volvió a la normalidad. Desde la columna pudo observar a todos y cada uno de los invitados. Nadie se acercaba a él… su atuendo, sus armas, su recompensa, ¿quién sabe por qué lo seguían odiando o temiendo?
                -¿Por qué estás ahí plantado? –preguntó el más joven de los niños.
                -¿No sabes quién soy? –preguntó el capitán sonriendo bajo su capucha blanca.
                -Mi papa me ha dicho que eras el heredero del castillo… pero te hiciste pirata, un criminal que roba y saquea a sus anchas, que solo buscas tu propio beneficio.
                -¿Y entonces si sabes eso, porqué  hablas con un criminal?
                -Porque no me lo creo… tú eres bueno…
                -Pues es verdad… soy pirata…
                -Me da igual…
                -No debería…
                -Tus ojos no son los de un ladrón o los de un asesino –dijo con una inocente sonrisa el pequeño.
                -¿Y de qué son mis ojos entonces pequeño?
El pequeño le miró con sus incorrompibles ojos marrones (no había heredado la marca de su familia),  movió el dedo indicando que se acercara. El capitán se arrodilló, y antes de que pudiera evitarlo el pequeño le besó en la mejilla y le abrazó con fuerza. Antes de que pudiera decir nada, no pudo evitar ver al niño alejarse corriendo…

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