La lluvia caía tímidamente sobre la playa, en ella, el fuego
de la pequeña hoguera se aferraba al mundo con su magnífico calor anaranjado.
Las estrellas le observaban por encima de las nubes, él levantó su mirada y las
observó. No las veía, pero sentía su presencia cerca, grandes aliadas en los
viajes, guardianas de la noche, siempre habían tratado sus deseos con ironía e inoportunidad.
¿Eran aquellos deseos frustrados un capricho del destino? ¿Por qué las
estrellas habían jugado siempre con él?
Con tristeza entornó su atención a su cálido compañero. Allí
estaba… el elemento de su familia, el fuego… cálido, confiado, fuerte,
apasionado… pero también frágil, y peligroso. Y allí estaba él, nacido con el
poder del viento… Transparente, único, atento, a veces cálido otras frío, un
buen aliado que siempre estará cerca para acariciar a quien lo necesite… pero también
lleno de furia y poder.
Volvió a mirar a través de la lluvia, y las estrellas le
observaron. Sonriendo abrió su mano y dejó caer el papel, “por aquello que un día os pedí y no supisteis cumplir”, cuando su
cálido amigo se hubo alimentado del escrito, extendió su otra mano y abriéndola,
dejó caer un segundo papiro “con la
esperanza de que cumplas tu cometido”.
El anaranjado fuego tornó a verde, iluminando sus
alrededores de un color esmeralda único. El capitán cubrió su rostro bajo su
capucha blanca, y levantándose con tranquilidad
observó al mar. Le encantaba el agua… fresca, pura, inocente,
caprichosa, curativa… pero también incontrolable y fuerte.
Una pequeña brisa marina le devolvió a la tierra. Debería
volver al barco… debía seguir navegando. Y tras un sordo vendaval, su cuerpo
desapareció, dejando atrás aquel árido suelo, firme, seguro, fuerte, lleno de
vida… pero también seco, duro.
Y fue así y solo así, como las estrellas aprendieron a no
jugar con los deseos y esperanzas de los hombres, pues… así lo único que
conseguirían es que terminaran por dejar de mirarlas con el cariño que tanto
les gustaba.
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