La pequeña
casa como siempre mostraba el esplendor de hacía años. En su interior la tranquilidad
no reinaba esa noche. Esa noche era especial. Todos y cada uno de ellos se
sentaban en algún lugar del gran salón. Unos en el sofá, otros en sillas,
algunos tardones en el suelo, e incluso algún despistado se conformaba con
apoyar su espalda en la pared. Barullo, ruido, y gritos es lo que se podría
escuchar desde la calle, pero si alguien se quedara escuchando atentamente, seguro
que sonreiría, pues los gritos no eran de dolor, si no de cánticos seguidos de
risas, vamos, música para los oídos.
Tal era la
felicidad de cada uno de los habitantes de la casa, que ninguno se percató del
ruido de la cerradura al abrirse. El dueño de la casa había llegado. Un hombre
quizá aparentemente duro y severo tras ese pelo largo, y barba recortada. El
silencio se alzó en el gran salón cuando el hombre entró, sus ojos verdes fueron
encontrándose con los de los causantes de cada ruido. “Están todos y cada uno”
pensó el hombre, y en ese momento, por fin el silencio perdió la batalla:
-Venga, ¿quién es el primero?- Dijo
el hombre abriendo los brazos.
Carcajadas
sonoras, y ruidos de sillas arrastrando, de saltos, de pies trotando. Pero lo
más importante el cariño de cada uno de los invitados. Igual a simple vista,
pero único en cada persona. Todo era perfecto…
-¡Capitán,
despierte hemos avistado tierra!
El capitán se
levantó, se puso su túnica de guerra con capucha blanca, y salió de su camarote
dispuesto a coordinar la llegada a tierra. Había vuelto a la realidad, al
presente.
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