El ruido de los golpes de martillo, rompía el silencio de la
playa donde un día estuvo anclado un barco con mascarón de lobo. Toda la
tripulación trabajaba con una sonrisa en el rostro. Cortaban, lijaban,
barnizaban, colocaban, y unían. Puede que ellos no lo vieran, pero desde lo
alto del acantilado, su esfuerzo comenzaba a tomar forma de barco. Tan
ensimismado estaba el capitán, allí sentado, observando tal esfuerzo, que no reparó
en la presencia del anciano a su espalda.
-¿Por
qué te sientas aquí arriba para mirar una y otra vez el mar? – Su voz era lenta
y áspera. - Sabes que no volverá, y sin embargo, llevas todo el mes viniendo
aquí.
-Supongo
que este sitio me ayuda a recordar, y a pensar.
-¿Supones?
No joven capitán, ¿sabes o no sabes? – Comentó el anciano dirigiendo su mirada
hacía la playa - ¿Y ellos? ¿Por qué intentas que sigan unidos en tu
tripulación? No les debes nada.
-Porque
no se merecen sufrir las consecuencias de una guerra que ellos no provocaron.
Además su formación aún no ha acabado.
-Ya
veo. Muy bien, joven capitán, te esperaré al este, si consigues llegar,
triunfarás en tu decisión. Cuidado en tu viaje y buena suerte. –Dijo el anciano
dos segundos antes de esfumarse con el viento.
El capitán se tiró sobre
la hierba, y sus ojos verdes bajo
la capucha observaron la primera estrella de la noche que en breves momentos llegaría
“Aquella estrella de allá”.
-Sé de
sobra que no volverá, y gracias por la suerte, la necesitaré.
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