lunes, 12 de mayo de 2014

La llama del corazón (cuento).

Los integrantes del gran salón charlaban alegremente. La fiesta era espléndida, elegante, incomparable. En uno de los laterales de la gran sala, la orquesta daba paso a la maravillosa melodía,  en el centro del salón, las parejas bailaban al son de la música. Todos se divertían… todos salvo el joven heredero de aquellas tierras. Sentado en su trono, aquel joven era todo lo que las damas pedían, un caballero educado y bien pertrechado.
Sus ojos verdes miraban con aburrimiento la maravillosa danza… los bailarines se miraban como si de una novela romántica se tratara. Una joven noble se acercó tímidamente, y le alargó la mano. Era de las más bellas de la sala sin duda, ojos amarillentos, y un atrevido vestido rojo acompañado con las perlas más brillantes del mediterráneo.
El joven señor se levantó, y tras disculparse bajó las escaleras. Todos aquellos que no bailaban en la sala murmuraron. “Es la octava que rechaza esta noche” decían. Sus pasos fueron lentos pero seguros, evitando la decepcionante mirada de sus progenitores ante tal osadía, se dirigió al parque del castillo.
Sin dudarlo abrió la gran puerta de cristal, y suspirando se apoyó en la blanca barandilla de piedra. La música aún se oía, pero al menos allí había aire puro, y tranquilidad. Además no soportaba ese tipo de celebraciones, donde personas que ni siquiera conocía exponían ante él a sus hijas con la esperanza de lograr un buen trato entre familias… No lo aguantaba…  él no era una mera figura de cristal de colección.
Tan ensimismado estaba mirando el cielo nocturno que no se percató de la llegada de la sirvienta.
                -¿El señor desea algo?
Él se giró sorprendido. Allí no había ninguna sirvienta… solo veía a su querida amiga. Vestía la indumentaria del servicio, un vestido negro, delantal blanco, y una trenza que le recogía el pelo. El joven soltó una sonora carcajada.
                -¡¡Tienes que verte!! En serio, tendría que tener un espejo para que vieras como vas.
                -Si el señor gusta, iré a por uno.
                -Deja de llamarme señor. Nos conocemos desde hace ya un par de años, y siempre hemos sido amigos…
                -Lo se… -contestó ella bajando la voz- pero… la fiesta…
                -La fiesta no es más que una estupidez para emparejarme. ¿Por qué no me dejan elegir con quien quiero ser feliz?
                -Porque usted es un noble, y como noble que es, debe perpetuar la sangre de su familia con otra gran casa. Acuérdese de las lecciones del maestro debe ser educado, leal, fuerte, honorable, debe mos…
                -Exacto –interrumpió él- ambos hemos estudiado juntos. Nos hablan de libertad pero existen sirvientas y nobles, nos hablan de igualdad pero yo vivo en un castillo y mientras que muchas familias mueren de hambre, nos entrenan para la lucha pero no nos llaman a la guerra, nos hablan del mundo y sus maravillas pero no podemos viajar.
                -Hachi… -dijo la joven mirándolo con admiración.
-Estoy harto Tema.
-No podemos hacer nada… -dijo ella bajando la voz- son nuestras obligaciones. ¿Desea algo más el señor?
                -Solo una cosa más…  -Su brazo le rodeo la espalda, y la atrajo para sí. Él notaba su presencia cerca, su olor, su mirada, su abrazo… sus labios se fueron acercaron poco a poco. Ella temblaba, cuando en el último momento él habló- concédeme este baile.
Las puertas del patio se abrieron, una nueva melodía comenzaba, la multitud les abría el paso, sus manos entrelazadas hacían que los invitados murmuraran. El baile dio comienzo y sus dos discípulos, bailaban como una pareja más. El maestro se apoyó en la columna, él… traje negro de gala, y unos ojos verdes que no dejaban de mirarla, ella… vestida con las ropas del servicio bailaba cohibida, pero en sus ojos azules y su sonrisa, la felicidad no hacía más que crecer. La melodía terminó, y el joven señor llamo a los guardias.
                -Prepararme dos caballos, mis ropas de viaje, mi armadura, mi espada, y una bolsa con cien monedas de plata. YA.
El salón entero calló, incluidos los señores del palacio. Todos y cada uno miraban al joven heredero con confusión y temor.
Minutos después todos los invitados  no pudieron fijar sus miradas en sendos caballos, que se alejaban junto con dos jinetes envueltos entre capuchas de viaje.
Nadie saber decir a ciencia cierta qué pasó con los jóvenes jinetes. Pero lo que sí que perduró de generación en generación fueron las palabras de su maestro antes de ser condenado a muerte por el propio señor.

Usted me pidió que como un hombre de mundo que soy, convirtiera a su hijo en un auténtico hombre del que sentirse orgulloso. Si en verdad quería un cobarde habérmelo dicho, y lo habría educado como tal. Así que puede matarme aquí por cumplir con mi trabajo”.

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